La felicidad de los Ospina era excesiva: casa nueva y un nuevo integrante en la familia.
La felicidad de los Ospina era abundante: varias deudas pero vida cómoda.
La felicidad de los Ospina era moderada: bebé con necesidades y problemas maritales.
La felicidad de los Ospina era regular: comportamientos irregulares en su pequeño, hogar roto.
La felicidad de los Ospina se flaqueó: moretones en las piernas y gusanos en la comida.
La felicidad de los Ospina se pudrió: problemas judiciales, coprofagia, canibalismo e incesto.
La felicidad de los Ospina pudo haber sido felicidad, pero no lo fue.
— ¿Cómo pude terminar así?
Se preguntaba Adriana, mientras le limpiaba la boca a su bebé de siete meses de nacido.
Adriana hacía un repaso en sus turbios recuerdos, para entender nuevamente por qué retiraba excremento fresco de los labios de su niño en un sucio fregadero del patio de su casa. Recordó como hace tan solo cinco meses llegaba a su nuevo hogar, colmada de alegría, con nuevas expectativas y un aura renovada. Recordó la pulcritud de su hogar, el suave aroma a pintura, la sonrisa en la cara de su esposo y la descarada sensación de superioridad que le daba tener una casa remodelada al cien por cien.
Luego, un cólico revolvió sus entrañas al recordar las facturas sin pagar, los hombres fornidos embargando su televisor, sus sofás, su comedor y su automóvil, metiéndolo a un camión y largándose para no volver. Pero eso no era todo, recordó el cambio comportamental de su bebé, como si, con las intenciones más impuras, el pequeño hubiera querido desechar a Vicente, su padre. Le orinaba en la cara, le pegaba manotazos cuando se acercaba, lo pateaba, daba gritos encolerizados cada vez que lo veía, escupía la comida que éste le daba e incluso se negaba a dejar que el hombre lo sostuviera en brazos, retorciéndose con arrebato para que lo soltase.
En el tercer mes de estadía en su nuevo hogar, empezaron los episodios de violencia y bipolaridad en Vicente, bien por la pérdida de su trabajo, causante del embargo de sus bienes, bien por la frustración de tener un hijo que lo asesinaba con la mirada, Vicente llegaba a altas horas de la noche a la casa, rabioso, furibundo, buscando algo para desahogarse. Empezó por patear al perro y romperle una pata, luego hizo lo mismo con Adriana y su hijo, propinándoles cachetadas y puños, insultándolos, atentando incluso contra los vecinos que intentaban intervenir a media noche.
Es más, Adriana sorprendió a Vicente intentando violar al pequeño. Ella, desesperada, le desprendió un testículo con las uñas y llamó a la policía mientras el hombre se retorcía en el suelo. Producto de esto fue el arresto de Vicente por violencia intrafamiliar que le atribuyó una condena de treinta y seis meses en La Picota.
Posteriormente, en el cuarto mes, estando Adriana sola, sin poder trabajar por su licencia de maternidad y encontrándose distanciada de su familia porque no les había gustado en lo absoluto la temprana decisión de concebir a un bebé, sobrevivía con un subsidio de doscientos cincuenta mil pesos que le iba a empezar a dar el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar cada quince días, se quedó sin los servicios de luz y gas y se conformaba con pagar el agua para que le recogieran la basura y para no sentirse tan antihigiénica.
Adriana decaía más y más; la poca comida que compraba se pudría en un día o dos, cuando abría las latas que compraba, una orgía de gusanos se empezaba a escurrir por los bordes del recipiente, el pan presentaba moho a los pocos días de haber sido destapado y las moscas y zancudos aterrizaban en sus bebidas como si fueran focos de luz. Como añadidura, su hijo Mateo, nombre que había asignado a su bebé después del arresto de Vicente (pues con él nunca pudo llegar a un acuerdo), amanecía con hematomas de sangre negruzca en sus nalgas, piernas, pecho y brazos, cosa que preocupaba sobremanera a Adriana.
El comportamiento de Mateo estaba en deterioro también, el infante, con la típica cara de inocencia de los pequeños bebés colombianos, había empezado a ingerir sus heces fecales con frecuencia. Él mismo se quitaba el pañal y con su diminuta mano, empezaba a traer sus excrementos a la boca, comiéndolo y mascándolo con sus encías desdentadas. Adriana había hecho un intento por llevar al pequeño a una cita de pediatría y consultar qué podía hacer, pero la secretaria que le respondió, con voz dulce y pausada, le informaba que no habría citas de pediatría sino hasta dentro de un mes, pues por el momento el sistema de asignación de citas estaba en mantenimiento.
En esas circunstancias, Adriana intentó acudir a algunos de sus vecinos por ayuda, unos la miraban con escepticismo y cerraban la puerta en sus narices, otros (dos de sus vecinos), la acudieron con comida, artilugios que le serían útiles en su hogar y algo de dinero, y, luego de escuchar la historia de Adriana, le recomendaban, con rosario en mano, que acudiera a una iglesia.
***
Son las ocho de la noche del mismo día en el que le fue dicho que asistiera a una iglesia, y Adriana, en el quinto mes de estadía en su hogar desaliñado, sucio, oscuro, lleno de plagas y con olor a basurero, termina de limpiar la boca a su hijo con agua fría, ve al perro arrinconado en una esquina de su casa, sin una pata, flacuchento y débil a falta de comida. Adriana resuelve que el perro viviría mejor por fuera de ese infierno, así que lo coge del cuello y lo saca a la calle. Dando pasos débiles con su bebé en brazos, vuelve a lo que alguna vez fue la sala de su casa, mientras se coloca en posición fetal, allí, en el suelo.
Mateo llora estruendosamente, mientras a Adriana le escurre una lágrima por su mejilla izquierda.
Ella despierta sintiendo un punzante dolor en el cuello, había caído dormida en el piso de la sala y su bebé también. El niño había estado gateando por ahí, Adriana intenta buscarlo a su alrededor pero no lo encuentra. En el piso, ve el pañal sucio de Mateo y al lado ve manchas amarillentas que van en dirección a la cocina. La mujer sigue con cautela las manchas y llega a la cocina, nada. No hay señales de Mateo. Escucha unos ruidos metálicos a su alrededor, empieza a buscar los cajones. Al abrir el tercer cajón, se encuentra con una escena espantosa.
Mateo, totalmente desnudo, se encuentra arrumado en una posición extraña junto a los cuchillos culinarios. Tiene un trinche posado levemente entre sus dedos, a punto de enterrarse en su mano. Presenta cortadas pequeñas en el tronco y las piernas, causadas por los objetos corto punzantes. Acompañando la escena, una colonia entera de hormigas camina sobre el cuerpo del bebé, arrumadas especialmente en las pequeñas heridas, bebiendo la poca sangre que brota de las cortes. Otras de ellas se amontonan en los genitales y sobre los ojos del niño, comían un poco y luego seguían una ordenada formación que desaparecía en el fondo del cajón. Mateo tiene unos cuatro cuchillos sobre la cara y un trapo sucio metido en la boca, él intenta llorar y salir de allí, pero logra producir apenas un leve sonido, como un grito con la cara enterrada en una almohada. Además, sus movimientos solo implican más dolor, por lo que el niño se mueve con dificultad, produciendo el ruido metálico.
La mujer desgarra su garganta con un grito ahogado que termina por retumbar en su estómago, una migraña repentina taladra su cerebro y siente gruesas gotas de sudor resbalando por su espalda y axilas. Su corazón se acelera. Empieza a retirar, con manos temblorosas, los cuchillos de la cara del niño, mientras se pregunta cómo pudo llegar él ahí. Logra retirar unos pocos cuchillos con cautela mientras el niño empieza a moverse con más brusquedad, por lo que tiene que acelerar el ritmo de la operación. Finalmente, logra extraer la mayor parte de los cuchillos y quita el trapo de la boca de Mateo, ve decenas de hormigas emerger de la boca del niño, escucha el llanto desesperado de la criatura.
Cuando logra retirar a Mateo por completo de aquella tortura, se da cuenta que tiene varias hormigas en sus manos que buscan escabullirse entre su ropa. Adriana las golpea con rabia, haciéndose daño. Mateo grita de dolor. Ella empieza a examinar el cuerpo del niño y con ayuda de papel higiénico húmedo va limpiando las hormigas restantes y los hilos de sangre. Observa que el bebé está untado también de excremento y orina, por lo que, con el mismo procedimiento, lo limpia todo lo que puede.
Nota que las heridas en la piel de Mateo no son graves, sólo superficiales. Lleva al bebé a la ducha y, ayudándose de un jabón, limpia el cuerpo del pequeño. Mateo sigue llorando. Después, consigue un botiquín guardado en el baño; hace uso de algodón, agua oxigenada, gasa médica y vendas adhesivas para terminar de proteger de infecciones las heridas. El bebé ha dejado de llorar fuertemente y ahora sólo gimotea. Adriana decide darle pecho al niño para terminar de calmarlo y, sentada en el suelo del baño, pega un suspiro de alivio. Aunque la duda de cómo todo aquello había sido posible aún rondaba su cabeza: el cajón no podía ser alcanzado por un niño de escasamente sesenta y cinco centímetros de alto que aún no podía caminar y, aún si hubiera logrado pararse, sería imposible que hubiese abierto el cajón y trepado dentro de él, algo extraño sucedía y ella ya estaba cansada. Hoy mismo iría a la iglesia.
Una hora más tarde, después de limpiarse lo mejor que podía, comer algo y arreglar a Mateo, va unas cuadras al sur de su vivienda y luego otra cuadra al occidente, para llegar a la Iglesia de Nuestra Señora de Lourdes. Camina por las calles con gran dificultad y cuidado para no herir a Mateo. Los transeúntes la miraban con extrañeza, al observar el cansancio en el rostro de Adriana. Al llegar a la plaza, se quedó inmóvil por unos instantes, observando las palomas, los niños que corrían, los ancianos leyendo el periódico y el tránsito de automotores que cruzaban por la zona. Se preguntaba por qué ella no podía estar en el papel del resto, se preguntaba si algún día su vida volvería a ser como la de aquellas personas.
Ingresa a la iglesia y siente una tranquilidad repentina que inundaba su cuerpo, aunque percibía un olor extraño, decide ignorarlo y seguir. Había pocas personas orando en los asientos de atrás, otras cuantas encendían velas rojas en el lado derecho de la iglesia. En una de las paredes, había un marco dorado que contenía la frase:
“Caminante, sí hay camino
y una patria a qué aspirar.
Caminante, sí hay camino
y una Madre de ese nombre,
que te acompaña al andar.
Caminante, sí hay camino:
Camino, vida y verdad”.
Adriana se siente identificada con aquella frase, que le da un poco de esperanza. Tiene la corazonada de que en aquel lugar por fin encontraría la ayuda que le permitiría empezar un nuevo camino. Le sorprende la majestuosidad del lugar, le motiva el estar en compañía y se siente como una turista, descubriendo una maravilla que no había tenido la oportunidad de visitar nunca. Mientras sigue admirando el lugar, camina por el pasillo central hacia las bancas de más adelante, luego, se sienta en aquellas bancas y cierra los ojos. Le agrada el silencio.
Mateo está dormido y Adriana estaba próxima a estarlo, por el cansancio acumulado. De repente, estando aún con los ojos cerrados, Adriana siente una mano que se posa levemente sobre su hombro derecho. Abre los ojos, algo asustada, y ve a un hombre con túnica blanca y estola verde, de aproximadamente cincuenta años de edad, que la está observando.
—Buenos días, hija, te noto algo cansada, ¿pasa algo?
—Buenos días, padre. Sí, pasa algo, pasan muchas cosas, necesito ayuda.
—Cuéntamelo todo. Dios está aquí para ayudarte.
Ella le cuenta las experiencias de los últimos meses en un relato que duró varios minutos, el padre se sienta junto a ella y la escucha atentamente. Hace caras de horror y pesar por algunas de las cosas que Adriana le comenta, pero nunca pierde el temple. Sólo pareció perturbado cuando ella le mostró las manchas negruzcas en la piel de Mateo, que no terminaban de aparecer.
—Dios mío, eso no es normal para nada, ¿ya lo llevaste al médico?
—No, la EPS no tiene servicio hasta dentro de un mes.
Contaba todo con sumo detalle, tratando de dar a entender las sensaciones y los miedos, las preocupaciones y la desesperanza. La iglesia permanecía tranquila y la temperatura se elevaba a medida que los rayos del sol rodeaban los cielos, alumbrando los vitrales de la iglesia. Cuando hubo acabado su historia, mostrándole las heridas del pequeño causadas hace apenas unas horas, el padre la observaba perplejo.
—Esto no es normal, definitivamente. Debe haber presencias oscuras en el recinto, ¿has intentado bendecir tu hogar?
—No, hasta ayer me comentaron lo de acudir a la iglesia y con lo que pasó esta mañana he tomado la decisión de venir.
—Suena bastante grave, pero tal vez uno de mis conocidos te puede ayudar. Su nombre es Fernando Benavides Balducci. Es un viejo amigo mío, se beatificó conmigo en el Vaticano, en Italia. Él decidió especializarse en demonología y exorcismos y me han dicho que ha estado los últimos años aquí, en Bogotá. Voy a intentar comunicarme con él y mañana a esta misma hora te podría informar si él te puede visitar.
—Por favor, padre, me haría un grandísimo favor. No quiero que le pase algo a mi hijo, quiero conseguir un empleo y resurgir. Mi vida se está pudriendo con todo esto.
—No te preocupes, hija, si confías en los caminos de Dios todo va a estar bien.
Adriana se retira del lugar y camina las cuadras de vuelta a su casa de una planta. Se siente angustiada por tener que ingresar ahí de nuevo, pero lo debe hacer, no tiene otro lugar a donde ir.
Ella se asegura de proteger a su hijo en el único cuarto de la casa, lo acuesta en su cama y lo abraza. Cae rendida. Esa noche, antes de dormir, recordó a Vicente. No lograba sacar de sus recuerdos los golpes y los insultos, los ojos rojos de aquel hombre que la injuriaba junto con su pequeño. Lo odiaba, no quería verlo jamás.
***
La madre despierta sintiendo a su bebé en los brazos, eso la relaja bastante. Escucha algunos autos afuera de su casa, por todo lo demás, el ambiente en el hogar es de pura paz y tranquilidad. Se levanta de la cama y se dispone a preparar su desayuno con la ayuda de un calentador rupestre que había estado usando en los últimos meses, sostenido por palos de madera, y con una base metálica que simulaba a un mechero, conteniendo gasolina y un poco de cabuya.
Rebusca entre la comida en mal estado, y decide preparar unos huevos con pan y un vaso de agua, lo que comía usualmente, a veces acompañado con un yogurt que compraba en una tienda de en frente. Examina nuevamente las heridas de Mateo para ver cómo están progresando, muchas de ellas ya están secas. Vuelve a realizar un proceso de vendaje, sólo para asegurarse de que su hijo estará bien.
Después de una mañana bastante hogareña, Adriana decide ir de nuevo a la iglesia, con esperanzas de que la ayuda para ella por fin llegue.
La mujer llega al pasillo eclesiástico una vez más, a la misma hora del día anterior: las diez de la mañana. Ve, en el fondo, próximos a la escultura de la Señora de Lourdes, al padre que vio el día anterior, acompañado de otra silueta que no reconoce hasta que está lo suficientemente cerca.
—Buenos días, padre.
—Buenos días, Adriana. Espero que estés bien, ¿alguna extraña novedad?
—No padre, afortunadamente no.
—Me alegra. Mira, te presento al padre Fernando, lo llamé anoche y afortunadamente se encontraba disponible.
—Mucho gusto… — dijo ella, mientras hacía un gesto con la cabeza — Adriana.
—Mucho gusto, soy Fernando, demonólogo y exorcista profesional. ¿Y el pequeñín es…?
—Ah... — dijo Adriana, sonriendo — él es Mateo, mi hijo.
—Él es quien estaba sufriendo de los hematomas, ¿puedo ver?
—Sí, claro…
Fernando se acercó para observar la piel del bebé, la revisó milimétricamente.
— ¿Ya había notado que ciertas zonas están más oscuras que otras en cada hematoma?
—Sí, me dijeron que son coágulos.
—En realidad, los exorcistas consideramos estas manifestaciones como un demonio que intenta meterse en el cuerpo de alguien. Las zonas más oscuras son zonas que el demonio aturdió con más energía negativa y que, por ende, son más susceptibles a la entrada del demonio en futuras ocasiones. Un demonio está intentando poseer a su hijo, Adriana.
Adriana lo mira con nerviosismo, angustia y el corazón acelerado.
—Quisiera visitar su casa, Adriana, para ver qué energías siento exactamente. Demonios hay muchos y cada uno hay que tratarlo de diferente manera. ¿Vive cerca?
—Sí, como a dos cuadras de aquí.
—No perdamos tiempo, los casos de posesión son los más volátiles y pueden ocurrir en cualquier momento. Es urgente realizar una expulsión del demonio.
—Claro, vamos. Hasta luego, padre, y muchísimas gracias.
—No te preocupes, hija, Dios siempre está para ti — respondió el padre.
Cuando iban de camino a la salida junto con el demonólogo, el padre llama a Adriana, evitando que Fernando escuchara lo que decía.
—Adriana, ten cuidado, este hombre puede darte una solución pero no siempre es definitiva. Cuídate, te regalo este rosario. Reza tres padres nuestros cada vez que sientas que algo anda mal y de seguro el Señor te bendecirá.
—Gracias padre, no se imagina cuánto le agradezco.
—No te preocupes, hija, para eso está la iglesia.
Inmediatamente después de ingresar a la casa, la cara de Fernando se transformó.
—Algo aquí está terriblemente mal, son energías de grandes proporciones, nunca antes había sentido algo así. Los demonios comunes no se presentan así, en cada insecto, en cada objeto, está consumiendo la casa completamente. Esto no pudo haber sucedido de un momento a otro, ¿hace cuánto vive usted aquí?
—Hace poco — responde Adriana, empezando a sentirse muy incómoda — creo yo que hace unos cuatro meses.
—Y la casa… tenía un dueño antes, ¿verdad? No puede ser nueva.
—Sí, es vieja, pero mi ex esposo fue quien hizo los trámites de compra. No hubo nada extraño en el proceso, lo único extravagante fue lo económica que la conseguimos.
— ¿En cuánto la compró?
—En un millón de pesos.
— ¿En serio? ¿Aquí en Chapinero? — dijo Fernando, preocupado y exaltado a la vez — ¿Quién se la vendió?
—No sé, como le digo, Vicente fue quien hizo los trámites.
—Sería de gran ayuda saber quién poseía antes la casa, uno nunca sabe en que pudieron estar metidos espacios como estos y el precio que me menciona es muy extraño.
Adriana se sentía algo culpable por nunca haber dudado de quién vendía la casa en semejante valor.
—Creo que no sería imposible conseguir esos datos, Vicente hizo los trámites en la Notaría 13, queda a pocas cuadras de acá. Y nunca nos hemos divorciado legalmente, por lo que debería tener acceso a esa información.
—Sería bueno que acudiera ya a la notaría para poder empezar una investigación un poco más profunda, el que vivía aquí antes debe conocer algo de demonios para haber convertido esta casa en algo así, esto no llega así porque sí. Si quiere, yo la espero en la iglesia mientras usted consigue los datos y cuando los tenga nos encontramos ahí.
—Me parece bien.
Adriana se dirige directamente a la Notaría 13 a unos diez minutos a pie desde su casa, logra obtener los datos que quería en una copia de escrituras que le costó ocho mil pesos. Obtiene la firma del notario y sale después de una media hora, dichosa y confundida, por la singular información que obtuvo. Fue camino a la iglesia, justo en frente de la Notaría, y se encontró con Balducci esperándola en la entrada del templo católico.
—Estuve hablando con el padre y tenemos cierta percepción sobre el origen del demonio que puede estar invadiendo su casa.
—Pues espero que sí, porque el nombrecito de este tipo no me suena nada confiable.
Fernando y Adriana, con Mateo en brazos, se dirigieron a una de las bancas cercanas, para charlar del tema.
— ¿Muqtada Al-Sadr? — repite Fernando, tremendamente sorprendido — esta vaina no tiene buena pinta.
—Muqtada Al-Sadr — confirma Adriana — ¿de dónde puede ser ese señor?
—Suena de medio oriente, eso no es para nada bueno. — le informa Fernando.
— ¿Por qué?
—Los demonios de medio oriente tienen las historias más escabrosas de todas, nunca me topado con uno. Datan de hasta mil años antes de Cristo, eran alabados por los antiguos sumerios que habitaban en Babilonia, puede que incluso haya más de un demonio en su casa.
—No me diga eso.
—Es probable, Adriana. Y con esa presencia que sentí en su casa no puede ser más sino Lamashtu, tendría completa relación con su caso.
— ¿Qué es eso? — pregunta Adriana, desconsolada.
—Es una demonio mesopotámica, la más poderosa. Se dice que es la madre de todos los monstruos. Le digo que se relaciona con su caso porque en las historias de Lamashtu, se cuenta que ella raptaba a los pequeños y se los comía hasta dejarlos en los huesos, le encantaban los niños y causar abortos en las mujeres. Los sumerios estaban acostumbrados a eso, siete de cada diez niños sumitas nunca llegaban a la pubertad. Además para ellos no existía la idea del premio o el castigo después de la muerte para ellos, los seres humanos sólo existían para servir a los dioses, el pecado solo existía si se era débil. El tal infierno para ellos era un sitio gris, aburrido, insípido, sin colores, sin sabores y era precisamente lo que los demonios querían traer a un nivel terrenal.
—Y usted vio cómo estaba mi casa… casi un infierno como el que me cuenta.
—Exactamente. Para los sumitas el sentido de la vida era servir a los dioses, y para los demonios, el sentido de la vida era, también, servir a los dioses. Entonces, si los humanos acudían a un demonio y el dios quería hacer un mal a los humanos, lo hacía mediante ese demonio. En este caso Lamashtu, esposa de Pazuzu, el demonio más poderoso de todos, que se encargaba de castigar a los humanos con fiebres, pestilencias y vientos muy fuertes, puede estar haciendo presencia en su casa, intentando raptar el cuerpo y alma de su hijo. Esto puede tener todo tipo de repercusiones, nunca imaginé que algo así podría llegar a Bogotá. Y la única pista que tengo es el nombre de este tipo, me temo que deberé investigarlo y si tengo suerte mañana mismo la espero aquí para proceder con la expulsión del demonio.
— ¿Y usted espera que duerma hoy en ese cuchitril endemoniado, sabiendo que esa cosa puede hacerle algo a mi hijo?
—Lo siento, Adriana, pero no puedo hacer nada más. Le dejo mi número telefónico en este papel, si sucede algo, llámeme.
Terminaron la conversación, y Adriana se decide a quedarse por fuera de su casa, al menos esa tarde. Empezó a pensar que lo mejor sería vender ese terreno a alguien que lo destruyera e hiciera algo ahí, pero luego recordó que Vicente era también dueño de esa casa y tenía que estar con él para proceder a venderla. Por otro lado, pensó que Vicente regresaría ahí algún día y se iba a merecer todo lo que la tal entidad mesopotámica le quisiera hacer. Así que empezó a planear lo que iba a hacer, luego de que se expulsara al demonio.
Se le fue la tarde al frente de la iglesia, dando paseos con Mateo y comiendo una que otra cosa por ahí. Decide que luego de que echaran al demonio se iba a largar de ahí y con ayuda del subsidio y su título de técnica en sistemas conseguiría un empleo y pagaría un arriendo mientras resurgía. Llegaron las seis y ya era hora de partir nuevamente a su casa sin luz.
Entró al hogar, estaba tan vacío, tan tenebroso, tan horrible como había estado en los últimos meses. No hizo nada más que entrar para refugiarse en su cuarto con Mateo, sintiéndose paranoica e insegura, como si algo fuera a salir justo en su espalda para hacerle daño a su pequeño y acabar con ella. Afortunadamente, esa noche no pasó nada y ella pudo dormir tranquilamente, sin imaginarse lo que la esperaba a la vuelta de la esquina.
***
Los rayos de luz entraron por las cortinas del cuarto de Adriana, resaltando las partículas de polvo en el aire. Ella despierta descansada y va al baño a lavarse la boca. Mientras lo hace, nota que Mateo, nuevamente, no está con ella. Su corazón le pegó un brinco, pero en cuanto mira a la sala, nota que el niño estaba allí en el piso, nuevamente, comiendo sus excrementos. Adriana lo toma como algo rutinario, le lava la boca y luego se dispuso a desayunar e ir con él a la iglesia.
Cuando llegaron a la iglesia, un poco más temprano de lo común, Fernando aún no había llegado. Lo esperaron durante un tiempo que para Adriana fue eterno y finalmente apareció con unos papeles en las manos.
—Buenos días, Adriana, ¿cómo le fue anoche?
—Pues bien, no pasó nada. Me sentí algo paranoica, pero supongo que era inevitable.
—Tiene razón. Le cuento que encontré quién es este tipo y por internet. — le dijo a Adriana, mientras le mostraba algunas fotos en baja resolución de la cara medio oriental del hombre.
— ¿En serio? — dijo Adriana, mientras observaba las hojas que portaba Fernando.
—Sí, resulta que fue un antiguo líder del Ejército bagdadí de Al-Mahdi, que participó en la guerra de Irak. Al parecer, se retiró de su unidad en dos mil once y entonces todos los bagdadíes que estaban en aquel ejército tuvieron que ser deportados a países alrededor del mundo que no representaran gran importancia a nivel mundial como para atacar a Estados Unidos. Este hombre fue deportado a Colombia y el estado le asignó esa casa que ahora es suya. Se rumora que muchos de los ejércitos activos iraquíes tienen comunicación activa con muchos de los dioses mesopotámicos, como idea de que estos dioses les ayudarán en sus atentados y Muqtada Al-Sadr, siendo el líder, tenía muchas más razones para hacerlo. Además, es probable que su casa la usaran como lugar de ejecución de prisioneros de guerra o testigos con información importante, cosa que alimenta mucho más la presencia de esos demonios en el lugar.
— No me cabe eso en la cabeza…
—Y todo cuadra. Precisamente hace cinco meses se reportó en noticieros que Muqtada Al-Sadr se había ido de Colombia para retornar a medio oriente, los medios oficiales dicen que sólo iba a descansar allá, pero otras fuentes informan que salió con prisa del país, pues necesitaba irse a Irak para planear nuevos atentados terroristas, y el precio en el que le vendió esa casa a usted me da cuenta de eso…
— ¿Y entonces, ahora qué hago?
—Pues mire, yo le traje esto — dijo Fernando, mientras sacaba unas bolsas del morral que llevaba — son dos collares y un crucifijo de Pazuzu que puede utilizar para contrarrestar la presencia de Lamashtu. Un collar se lo pone usted, otro su hijo.
— ¿Pero no que Pazuzu era el esposo de Lamashtu?
—Sí, por eso mismo es el único que tiene el poder suficiente de rezagar su presencia. Por el momento hay que intentar con esto, las otras técnicas son más peligrosas y no es bueno usarlas ahora.
— ¿Y no es mejor si yo me largo ya de ahí y busco otra casa?
—No, Adriana, Lamashtu está buscando a su hijo y los hematomas, los comportamientos, los insectos, todo eso está en el cuerpo de Mateo. Si no extraemos eso de él y de su casa, esas cosas los van a perseguir en cualquier hueco que se metan.
Adriana suspiró profundamente, desconsolada, preparándose para cualquier tipo de desgracia.
—Está bien, no tengo otra opción, voy a ponerme esas cosas y… esperemos que pase lo mejor.
—Esa es la energía que necesito, Adriana, ahora, sería mejor que vaya a su casa de una vez e intente descansar, ponga el crucifijo sobre su cama y porte los collares a toda hora.
Adriana termina la conversación con Fernando, decepcionada, deprimida. No tiene más fuerzas, no quiere seguir luchando contra demonios ni malas energías. Quiere ser una persona normal, quiere estar por fuera de todo eso. Entra a su casa con el collar ya encima y siente un cambio, siente una presencia.
Justo después de entrar, no ve ni un zancudo, ninguna mosca más en el aire. Revisa los cajones, no hay plagas, no hay cucarachas, ni ratones, ni hormigas. Todo se ha ido. La comida ahora no está en mal estado, destapa algunas de las latas y están a la perfección. Come desesperadamente. Mientras cae la noche, se empieza a sentir un poco mal, siente que su temperatura se eleva y siente algo de dolor en la piel, los huesos y el cuero cabelludo: tiene escalofrío. Sólo quiere refugiarse en su cama y descansar. El frío de su cama es insoportable, se recuesta junto a Mateo, pero le cuesta dormir, pues tiembla descontroladamente. Finalmente, cae dormida.
Nace el sol y todo va decayendo. Adriana se ve en el espejo, está rota. Tiene los ojos rojos y unas ojeras que casi se comen sus ojos, su pelo está hecho un desorden. Mateo no está cerca. No tiene claridad mental, las imágenes se distorsionan, se borran y reaparecen. Ve sombras, siente algo justo al lado de su oído. Siente vientos, zumbidos, que pasan rápido a milímetros de ella, como si una abeja o una mosca gruesa y negra intentara volar adentro de su oreja. Algo le sopla el cabello. Siente que los vellos de los brazos se le erizan sin sentido. Desesperada, sin terminar de entender muy bien la situación, se percata de que Mateo no está en la cama con ella. Sale corriendo en un intento de protegerlo, con todo el instinto maternal y el amor que ella puede sentir por él. Él se come el excremento y se golpea contra el piso, mientras ella lo observa. Se está desangrando lentamente. Ella tiene hambre y esa sangre le infesta el olfato. Lo quiere comer. Siente ruidos en las paredes, pezuñas que montan las paredes, uñas que se restriegan contra los vidrios, alaridos profundos y desgarradores que vienen del suelo, golpeteos en la espalda, en el tórax. Mateo gatea en círculos, como un perro persiguiendo su cola. Una orquesta de sonidos invade su cerebro, como si se tratase de una guerra en su interior. Mujeres que lloran, bebés que gritan, ecos incomprensibles que se pierden en un espacio gigante. Siente algo escurriendo de su entrepierna, es sangre. Tiene hemorragias, lagrimea sangre, escupe sangre. El calor sube, los escalofríos aumentan, empieza a temblar. El pan está fresco, el agua está limpia. Adriana se muere y Mateo intenta comerse a sí mismo. Sosteniéndose de las paredes e intentando no resbalar, Adriana camina hacia el teléfono, lo levanta con un esfuerzo increíble y marca el número.
—Fer… Fernando. Venga. Me voy a morir. Me quiero comer a ese niño. Ayúdeme.
Fernando llega, diez minutos después, o una hora. Qué importa. Saca estatuillas con formas extravagantes, aceites de olores fuertes y velas blancas y gordas. Conjura palabras en sumerio. Algo nace, algo se va. Algo vuelve. La atmósfera se vuelve pérfida, asquerosa y desahuciante. Huele a baño público, a sangre, a amoníaco, a azufre. Fernando choca contra las paredes en medio de sus oraciones, arriba, abajo, a un lado, al otro. Atraviesa los vidrios del recinto, se corta la cara, se parte los dedos, las uñas se le levantan. Su columna se parte en dos y queda doblado en dos, en el aire, como un papel. Luego, en un movimiento rápido, Fernando está en el patio, en trozos pequeños. Está oscuro. Adriana ya perdió el sentido común hace rato y solo le queda rezar. Su Mateo, su niño, hace metamorfosis. El pecho del bebé se abre en pedazos, su corazón, sus tripas, se esparcen por el lugar. Las cucarachas vuelan, las hormigas comen la carne del piso, las ratas corren. No hay sonidos, no hay color. Adriana ve a su hijo, se transforma. Una serpiente gigante, verde y babosa, nace de la entrepierna de mateo, una mano arriba, otra abajo, alas grandes, dos metros de altura, cara amorfa, deforme, miles de dientes. Mateo ya no está. Adriana llora, grita, se rasga la cara. No hay sonidos, no hay color. En medio de un alboroto incomparable, Adriana escapa, pateada de su casa como el perro que ella pateó alguna vez. La casa queda sola en medio de la conmoción que, al parecer, nadie más puede notar.
Mientras pasan los meses, ella está cada vez más paranoica. En la calle, drogadicta, va por ahí contando su historia, la gente se burla y la miran con desdeño. Ella sólo pide monedas y carga carteles. No espera nada, no quiere ya vivir en una casa. No quiere más ver niños. No desea nunca más estar tranquila. No sabe que es la tranquilidad, no sabe qué es un buen recuerdo. Sólo vaga esperando encontrar algún día una razón, algo que le devuelva lo que fue. La muerte, quizá.
Mateo es una estatua de piedra de Pazuzu, en el patio de su casa, espera con los ojos inyectados en la puerta de entrada. Espera una oportunidad de vivir.
El Padre muere, paro cardíaco.
Vicente sale de la cárcel, regresa a su hogar. Dura dos días allí. Intenta vender la casa, el banco se la casa por deudas de impuesto y servicios. El banco pone la casa en venta. Vicente se pudre en la cárcel.
La casa espera, con Mateo adentro, a que alguien la compre. La casa espera, abandonada y lúgubre, en un barrio bogotano para alimentarse de alguien. Con llave en mano, la puerta algún día se abrirá, Mateo lo sabe. Los Ospina se pudrieron y otro apellido se pudrirá también.
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