domingo, 14 de septiembre de 2014

Veintidós.


Abrí los ojos, miré a mi alrededor, seis y cuarenta y cinco de la mañana, no me sorprendí al ver lo que veía a diario: el televisor sin señal, viejo y poco funcional; una taza rota con una gota de sangre seca color carmesí en el borde; uno que otro periódico viejo en el suelo del lugar, probablemente titulares de hace más de dos semanas; el peculiar olor ha guardado, un olor agudo y constante que ya no sentía completamente, pero que sabía que estaba allí, un olor que se hacía más fuerte con el paso del tiempo, de los días, las horas, minutos y segundos; más  el apartamento decaído, viejo, olvidado, sucio y asqueroso.





Me paré de la cama, al poner el pie izquierdo en el piso me enterré en él cerca de siete fragmentos de vidrio mojados en whiskey, grité de dolor, nunca me acordaba de las botellas que rompía en las noches. Con mi mano retiré cada trozo de vidrio con delicadeza. Mi pie se encontraba lleno de cicatrices, de los días anteriores en los que me había levantado abruptamente, como lo hice aquella mañana. La sangre brotaba, en gotas bondadosas y brillantes, deslizándose por la planta del pie, y cayendo al piso lentamente. Cogí uno de los periódicos que había en el suelo, limpié la sangre y me dirigí a la cocina. Abrí el refrigerador, unas cuantas moscas salieron del interior de un queso podrido y una rata salió del interior de una caja de pizza vacía para esconderse en uno de los cuartos circundantes.  Cogí el queso, le pegué un buen mordisco, sabía a demonios, lo escupí. Agarré una bolsa de leche, le pegué un buen sorbo, tragué, sentí algo extraño en la boca y escupí una rata bebé, rosada y desnuda, que cayó al piso, moribunda, buscando a su madre.
Fui a mi cama de nuevo, me vestí con la ropa que llevaba hace tres días. Me puse una toalla en el pie para evitar el sangrado, esperé unos minutos, luego me puse calcetines, zapatos y me dirigí a la salida. En la puerta había un almanaque y un marcador rojo dentro de las argollas del mismo. Cogí el marcador, lo destapé, observé el calendario por unos segundos, taché otro día.  “Veintiuno”, dije,  luego abrí la puerta y salí. Bajé cinco plantas del edificio, mi apartamento se encontraba en el último piso. Como era habitual, escuché ruidos en el trayecto, sentí olores repugnantes, algunos gritos, patadas, rap a todo volumen y algún perro encerrado, agonizando de hambre. Afortunadamente había sólo un apartamento en el piso seis.
La salida del edificio era una pequeña puerta de metal, abrí la puerta y pisé la acera. Caminé unas cuadras, con el estómago produciendo sonidos extraños, no había comido por más de diez horas, mi necesidad de comida crecía a cada paso. Vi a una mujer, la había visto en días anteriores, a esa misma hora, en ese mismo lugar; probablemente se dirigía al trabajo. La observé desde la distancia, escondido en la esquina de un callejón, la mujer estaba esperando. Luego de unos minutos, la vi subirse a un carro negro, anoté las placas del vehículo mientras la mujer se alejaba y ella siguió su trayecto al trabajo, o a donde sea que se dirigía.
Subí a mi apartamento de nuevo, con ansias. Esperé durante todo el día, mientras leía algunos de los periódicos y alistaba algunas herramientas. Calculé la hora a la que debería regresar del trabajo, probablemente a las cuatro y media de la tarde. Y a esa hora volví a bajar, con un trapo bañado en formol y una bolsa negra en el bolsillo. Me quedé en el mismo punto desde el cual la observé por la mañana por unos minutos, pasados diez minutos llegó en el mismo auto, con la misma placa que en la mañana. Se bajó del auto y empezó a caminar hacia donde me encontraba, me escondí en la pared del callejón, cuando pasó por mi lado, puse el pañuelo de formol en su cara, lo apreté dentro de sus fosas nasales con fuerza. Ella cayó dormida, la arrastré hacia el callejón, la metí rápidamente en la bolsa y me la eché al hombro como si se tratara de una bolsa con ropa. Subí por las escaleras, entré al apartamento y la tiré en el piso.  Descansé unos momentos, pesaba cerca de sesenta kilos y mi estado físico no era el mejor.
Luego de descansar, cogí la bolsa de nuevo, y la saqué como si de un trofeo se tratara. La lleve a la cocina, la puse encima del mesón. Corté su ropa con unas tijeras rápidamente. Luego, corrí a mi cuarto, alcé el colchón y saqué un hacha que conseguí por un precio cómodo en un mercado de pulgas hace ya varias semanas, no estaba muy bien afilada, pero con la fuerza suficiente, podría cortar. Me dirigí a la cocina, puse el trapo con formol dentro de sus fosas nasales nuevamente, por prevención, luego alcé el hacha, y  la lancé rápidamente, con fuerza, en su cuello. Traspasó la carne hasta la espina dorsal, definitivamente no estaba muy bien afilada, ni yo estaba en las condiciones físicas óptimas. La mujer abrió los ojos, cafés, resplandecientes, se veía el dolor y el miedo en ellos, la angustia, el sinsabor del momento. Lo disfruté por unos largos segundos mientras la sangre inundaba su cara. Afortunadamente las cuerdas vocales ya habían sido estropeadas.  Volví a alzar el hacha, y la lancé con fuerza hacia su cuello, esta vez traspasó el hueso, con un sonido no muy placentero, pero muy reconfortante.
La sangre salía en grandes oleadas del cuerpo mutilado, pero me agradaba, ver el escandaloso líquido esparcirse por el suelo de mi cocina, bañar el cuerpo desnudo de la rata bebé, salpicar la nevera con su putrefacción, ver cómo le daba vida a mi apartamento. Acto seguido, cogí varios cuchillos que tenía muy bien guardados para una ocasión especial. Disfruté mientras rebanaba partes al azar de su cuerpo, estrictamente carne. La piel elástica se desgarraba de maneras increíbles mientras la sangre salía al espectáculo, observaba con atención cada corte, cada trozo de carne. Hice cerca de veinte cortes en distintas partes de su cuerpo, donde la carne era más blanda. Puse todo sobre un plato.  Alisté un sartén metálico algo oxidado, agregué algo de aceite, lo dejé calentar unos minutos y luego puse cinco trozos de carne en él, los otros los metí a la nevera. Era gracioso observar uno de los senos de la mujer temblando como una gelatina, haciendo saltar el aceite. Mientras se cocinaba, recolecté un poco de sangre del cuerpo de la fémina, luego limpié su cuerpo. Me dirigí a la cocina, alisté el comedor para una cita especial, con dos velas, manteles blancos y jazz de fondo. Sentía una felicidad inigualable.
Cuando estuvo todo listo, la senté a ella en una de las sillas, desnuda, así como quedó luego de haberla rebanado y mutilado. Serví su sangre en una copa, la dejé al lado, y con cuchillo y tenedor, empecé a cortar su carne. Era hermosa la escena, la lluvia empezó a caer en mi ventana, y por un momento, dejó de ser tan asqueroso el apartamento. La carne jugosa parecía decirme a gritos que la comiera, mi boca pedía con un deseo insoportable que le diera un mordisco. Cuando tuve el tenedor cerca de mi boca y el calor de la carne ya se sentía en mis labios, los dedos mi mano derecha, con la que sostenía el tenedor, se fracturaron, empezó a brotar sangre de ellos, podía ver el hueso de mi dedo índice que había roto la carne cerca al nudillo y mis otros dedos quebrados de forma similar, podía ver marcas de dientes en ellos. Luego, todo lo que componía la escena empezó a desmoronarse en pequeñísimas partículas, la mujer, las paredes, el apartamento, seguido de la Candelaria y Bogotá. Hubo oscuridad, luego un dolor intenso.
Hubo un resplandor blanco, como un brillo muy fuerte, y luego mis ojos empezaron a distinguir imágenes, vi dos hombres al frente mío, con batas, tapabocas y unas jeringas. Un cuarto blanco y pulcro. Miré hacia abajo, vi mi mano ensangrentada, con los dedos fracturados, escuchaba una alarma en el fondo y gritos de varias personas, eran sonidos difusos e imágenes muy borrosas. Todo se fue aclarando y escuché lo que dijeron los hombres, en tonos agitados.
—      ¡Mierda! ¡Se mordió otra vez, cuatrocientos miligramos de clozapina, rápido!
Sentí un pequeño punzón en el brazo derecho.
—      Ayer fue el brazo, hace cuatro horas fue el pie, ahora se fracturó la mano, ¡hasta cuando! ─ dijo el otro hombre.
—      Lleva veintiún días aquí, no creo que se vaya a salvar, es un caso muy grave.
—      ¡Qué vamos a hacer con esta gente!
Siguieron hablando, pero no pude entender mucho más. Todo se tornó oscuro.

Abrí los ojos, seis y cuarenta y cinco de la mañana, miré a mí alrededor, salí de la cama, me vestí. Fui a la puerta, cogí el marcador rojo, taché otro día. “Veintidós”, dije. Pegué un suspiro, abrí la puerta y salí.

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