El vacío de aquella achacada botella aún no acaba de llenarme por dentro. La miro con desapego, queriendo dejarla, pero, a la vez, con un deseo incontrolable. Necesito de estos intervalos de ensimismamiento; espacios para mitigar las heridas, pausas aisladas, una completa atmósfera de abstracción de la realidad.
—¿Algo más? — me pregunta el mesero, con cierta codicia entre palabras.
—No, ya me voy, no se preocupe.
Salgo con cierta dificultad del establecimiento, con una distorsión grave en las imágenes que percibo, acalorado, siento cuerpos golpeándome al son de alguna vieja canción de diciembre. Recuerdo
rezagos de infancia a medida que veo mi sombra dilatándose y encogiéndose, al son de esas canciones que, aunque no me agradan particularmente, doman mi cerebro y mis sentidos encaminándolos a una atmósfera atípica y un poco descomunal, un mundo adverso y paralelo que se desata en el interior de mi mente. Puedo olfatear ese aroma a casa vieja, puedo sentir los raspones en mis rodillas y los muslos cansados de pedalear un desmadejado triciclo. Siento ese desasosiego típico del infante, cuando algo que hace no está bien, pero igual lo hace, porque no le importa. Pedaleo con fuerzas y sin vencerme, con ganas de llegar a una meta que aún no conocía. Vestigios de una fiesta familiar también llegan a mí, entre gritos de alegría y melancolía, gritos que aludían a un momento inolvidable y casi histórico, como un grito de batalla pero más ebrio y más susceptible. Momentos de eterno dolor y eterna alegría llegan a mí, sin siquiera conocerlos, sin siquiera haber pasado por ellos, ahí están, asaltan mi mente. Veo también a mi abuela, sermoneándome por haber volcado una bolsa de basura. Luego un cosquilleo se apodera de mi mejilla izquierda y pienso en aquellas tardes de domingo en las que me recostaba en el césped a buscar insectos, pero el cosquilleo aumenta lo suficiente como para alejarme de mis viajes mentales. Aumenta y aumenta...
Aquí estoy, tirado en la acera con la mejilla sangrando. Un hombre me mira, está iracundo.
— ¿Quiere más? ¡Pues tengo más, malparido!
Siento una presión en el abdomen que me hace toser.
—Qué se cree viniendo aquí a joder a la gente, huevón, ¡levántese y lárguese de aquí! ¡ya!
Mi mirada cambia bruscamente de dirección.
— ¡Se largó, ya!
No comprendo bien la situación, pero entiendo que no es algo positivo. Me levanto con esfuerzo. Sigo caminando y los restos de esa canción lastimera resuenan muy dentro de mí, casi añicándose y perdiéndose en el alcohol que me sulfura. No puedo vislumbrar claramente el camino que tengo adelante, pero ya poco importa. Me dejo llevar por los sonidos, por el olor y la costumbre. Sé que no soy la persona que una familia quisiera recibir en estas fechas en sus hogares, pero algo me da la vana esperanza de querer seguir siendo lo que soy en ese momento: un desfachado, un inútil, borracho y desubicado, que se dirige a algún lugar.
Las calles, secas, frías, muertas, sucias y con olor a caño contrastan con el calor hogareño y el olor a leña fresca que sale de las terrazas y ventanas a lo largo y ancho de las cuadras. Se escuchan tres, tal vez cuatro bajos a destiempo, todos al son de una canción diferente. Hacen vibrar las ventanas y los corazones, hacen bailar y gritar de alegría, hacen olvidar el desapego y la soledad del resto de los días del año.
Pasan algunos minutos, sigo caminando. Cuadras cada vez más desoladas y más asquerosas. Algo disminuye acada paso: el sonido, el ruido, el calor, la gente. Algo aumenta a cada paso: la luz, las fachadas blancas, los jardines, los carros aparcados, el desazón y la diplomacia. Los postes se ven más grises, el alumbrado público más ordenado. La alegría se desvanecía en el susurro de un grito que se quedaba a mis espaldas.
A medida que paso por este transe, el alcohol pierde también su efecto, pero la sed persiste. No sé a dónde me dirijo, pero sé que quiero ir allí. Entre una sobriedad que no acabo de entender y un mareo que se va cada vez que no pienso en él, sigo caminando entre calles más difuminadas e incoloras. Me acerco, como por acción de la gravedad, a algo de mayor masa, masa que sin embargo no es para nada física.
Los olores fuertes quedan atrás, también el calor hogareño. Ahora solo queda un frío que cala los huesos, que penetra en cada poro y extremidad. Como una resaca golpeándome fuertemente un lóbulo. Me arrasa, me lleva y extermina todo tipo de conexión terrenal. Me deja libre e inválido: listo para perder.
Paso por el frente de una puerta, una casa gris, opacada, como las otras. Pero con algo en especial: allí es donde quiero ir. Saco una llave que guardaba conmigo hace mucho tiempo. Negra, oxidada, olor metálico y rastros de tiempo. La inserto en la cerradura y entro con cierto desasosiego. Entro despacio, sin hacer mucho ruido y sé, entonces, por qué quería llegar allí.
Ahí está, tumbada, pálida, arrugada y tranquila. En el borde de la cama, con un radio que apenas suena y emite un ruido de mala sintonía. Le acaricio la frente, tan pálida y fría como las calles que rodean aquella casa. Sus vestimentas de siempre, tan hermosa y humilde. Tanto así que nunca tuve tiempo ni lugar para decirle todo lo que hubiese querido. La culpa invade y rompe tendones, pedazos de carne dentro de mí. Con nudos en la garganta y en el resto del cuerpo, y gotas de aceite que ruedan por las mejillas, intento recostarme a su lado. El radio sintoniza una canción antigua que termina de liquidarme.
Me quedo allí, inmóvil, asustado, solo. Ni si quiera sabía junto a quién estaba, hasta que mi nariz se acercó a su nuca y como un pase de cocaína, llegó hasta el fondo de mi cerebro. Un puñado de imágenes cruzaron a gran velocidad las cavernas de mi imaginación. La música del radio se hizo más fuerte. Los nudos de la garganta y del resto del cuerpo se rompieron. Mi cuerpo alcoholizado y llevado por la alegría de otros a un barrio que ya ni recordaba, quería darse un último encuentro con un cuerpo que se enfriaba. Un cuerpo tan conocido como el césped y los insectos, como la basura que no saqué y como el raspón de las rodillas. Me quedé a su lado, llorando. Haciendo lo que todos hacían, matar penas y olvidar dolores, sólo que de una manera más peculiar: al son de una vieja canción de navidad. Me quedo abrazando el difunto cuerpo de mi abuela.
Paso por el frente de una puerta, una casa gris, opacada, como las otras. Pero con algo en especial: allí es donde quiero ir. Saco una llave que guardaba conmigo hace mucho tiempo. Negra, oxidada, olor metálico y rastros de tiempo. La inserto en la cerradura y entro con cierto desasosiego. Entro despacio, sin hacer mucho ruido y sé, entonces, por qué quería llegar allí.
Ahí está, tumbada, pálida, arrugada y tranquila. En el borde de la cama, con un radio que apenas suena y emite un ruido de mala sintonía. Le acaricio la frente, tan pálida y fría como las calles que rodean aquella casa. Sus vestimentas de siempre, tan hermosa y humilde. Tanto así que nunca tuve tiempo ni lugar para decirle todo lo que hubiese querido. La culpa invade y rompe tendones, pedazos de carne dentro de mí. Con nudos en la garganta y en el resto del cuerpo, y gotas de aceite que ruedan por las mejillas, intento recostarme a su lado. El radio sintoniza una canción antigua que termina de liquidarme.
Me quedo allí, inmóvil, asustado, solo. Ni si quiera sabía junto a quién estaba, hasta que mi nariz se acercó a su nuca y como un pase de cocaína, llegó hasta el fondo de mi cerebro. Un puñado de imágenes cruzaron a gran velocidad las cavernas de mi imaginación. La música del radio se hizo más fuerte. Los nudos de la garganta y del resto del cuerpo se rompieron. Mi cuerpo alcoholizado y llevado por la alegría de otros a un barrio que ya ni recordaba, quería darse un último encuentro con un cuerpo que se enfriaba. Un cuerpo tan conocido como el césped y los insectos, como la basura que no saqué y como el raspón de las rodillas. Me quedé a su lado, llorando. Haciendo lo que todos hacían, matar penas y olvidar dolores, sólo que de una manera más peculiar: al son de una vieja canción de navidad. Me quedo abrazando el difunto cuerpo de mi abuela.
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