El amor y la belleza son como un trozo de
postre: dulce, agridulce, a veces amargo, a veces tierno. Creado con delicadeza
y extrema cautela: finos ingredientes, azúcar y delicias, colores y sabores.
Las recetas son siempre similares, pero nunca iguales.
El ritual empieza, y,
con tenedor en mano, perforamos sus capas de leche, azúcar, dulzura y alegría.
Débil como una delgada capa de hielo sobre el agua. En una aventura azarosa y
poco común, lo saboreamos con expectativa, moviendo la quijada al ritmo
perfecto, sintiendo placer mezclado con ansias y desconfianza. A cada movimiento,
sabe menos, se vuelve blando, maleable, insípido, vulnerable. En un momento
dado, no podemos masticar más, por codicia, por nervios, por miedo. Lo
engullimos, y se da inicio a algo un poco más escabroso. Pasa por debajo de un
trozo de carne colgante y lleno de saliva, en unas cavernas rosas, oscuras y
húmedas, donde arterias y venas convergen formando una imagen similar a la
bóveda celeste del infierno. Pasa luego entre unas telas más claras que tragan
y usurpan todo rastro. En un intento de no dejar ir tanta hermosura, se recoge
todo lo bueno de eso que alguna vez fue perfecto para luego enviarlo a los
rincones más oscuros del alma. Reposa y se añeja. Cambia de tonalidad, de
aspecto. Conoce lugares a un más oscuros y pierde su originalidad. La belleza y
el amor no son sino rastros que ha dejado al pasar. Y en una amalgama café que
contiene todas las desgracias pérfidas que nunca pudieron ser útiles, salen expulsadas
en un ritual complejo de fuerza y autocontrol que deja secuelas en el aire y
repercusiones serias. Y justo en el momento de plena libertad, ataca el hambre.
El hambre de otro postre. Y así empieza otro viaje gastrointestinal en busca de
amor y belleza del que no queda sino un pequeño pedazo de mierda.
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